Gente de circo

Gente de circo

Nunca me gustó ir al circo, ni siquiera de pequeña. Mis padres y mis hermanos se volvían locos  de alegría cada vez que se acercaba la caravana al pequeño pueblo donde vivíamos. Mientras ellos reían,  yo temblaba.

Siempre me inspiró temor esa gente del espectáculo circense. La mujer barbuda me repelía, los enanos, los trapecistas que arriesgaban su vida para satisfacer el morbo de la chusma. Sentía pena por los animales, los elefantes, los pobres tigres que los abusaba un domador odioso y engreído. Cuando le metía la cabeza en la boca al tigre, deseaba intensamente que la cerrara, que se comiera al hombre, que echara a correr y que fuera libre. Pero había un ser entre ellos que me inspiraba  un pavor desmedido: El payaso.

Los payasos eran en realidad hombres tristes, amargados y hasta malévolos que se escondían bajo unas máscaras horribles que pretendían ser alegres. Sus ojillos perturbados se adivinaban detrás de los huequitos del antifaz. Yo miraba a la gente, a los niños, riéndose de sus payasadas, sin darse cuenta de lo lamentable del espectáculo.

No comprendía como nadie se daba cuenta de la verdad.

Uno de esos fatídicos días en que mi familia nos llevó al circo  a pesar de mis protestas decidí no soportar el aterrador espectáculo ni una vez más.

Contaba en ese entonces siete años,  y era la menor de mis dos hermanos. Nuestros padres buscaban asiento entre la multitud y aprovechando la confusión me escapé.

Corrí  escabulléndome entre las piernas de la gente. Oía a lo lejos a mi madre llamarme. Salí de la inmensa carpa  contra  corriente de la multitud que trataba  de entrar.

Advertí a mi hermano mayor  perseguirme. Para darle esquinazo, me escondí dentro de otra pequeña carpa que dada mi menudencia, me permitió colarme en un huequito que había en una esquina.

Esperé callada mientras por un diminuto roto lo veía pasar de lado buscándome.

Respiré aliviada al verlo desaparecer hacia otro lado.

Entonces reparé en mi entorno. Al fin del cuarto una luz radiante iluminaba la oscuridad de mi escondite. Me dirigí hacia la fosforescencia con sigilo esperando escapar.

Llegué a la salida; estaba en un círculo privado, como un ruedo entre carpas. Supuse que allí serían las casas improvisadas de los artistas. Se oían ruidos de animales y por todos lados un olor hediondo se esparcía, como a heces, que daba náuseas.

Al momento que me iba a aventurar a salir al redondel, un escándalo de voces como peleando, me paralizó.

 Me quedé quieta donde estaba.

 Ante mi atónita mirada un tipo alto y delgado mantenía una discusión con una mujer semi desnuda. Un trapito diminuto apenas le cubría los pechos llevando atada a la cintura una especie de faldita que le llegaba casi hasta el final de los muslos. La llevaba arrastrando de los pelos entretanto ella gritaba y trataba de soltarse vociferando insultos. En eso el muy bárbaro la pegó contra la pared y le arrancó  con los dientes la poca ropa que llevaba puesta. Era la primera vez que yo veía una relación sexual, y me asusté al verla llena de violencia e insultos. Allí mismo de pie arrimada a la pared la acopló innumerables veces, mientras ella gritaba y gemía con una mezcla de dolor, frustración y quizá algo de placer.

Al fin cuando todo parecía haber terminado el individuo la agarró por la nuca y le tapó la boca con un pañuelo que sacó de su bolsillo.

Con una mano la sostenía, mientras con la otra, armado con una navaja,  de un movimiento certero se la clavó en el cuello.

Tuve que reprimir un grito de horror al ver una cascada de sangre brotar de la garganta de la chica. El cuerpo cayó al piso  con un ruido seco como una marioneta  sin vida.

El asesino violador cargó a su víctima y se la llevó a una de las tiendas.

A los pocos instantes reapareció con un cubo lleno de agua y limpió la sangre desparramada por el suelo.

Yo me hallaba en esos momentos acurrucada en la esquina de la carpa temblando después de haber presenciado aquello.

Haciendo acopio de valor, corrí en medio del ruedo buscando por donde fugarme.

A punto de entrar en una de las carpas redondas, una voz detrás  de mí me paralizó.

 “Alto ahí niña”. Y acto seguido me espetó:

“¿Lo viste todo verdad?”

Comencé a correr y sentí que me agarraban  la falda por detrás.

Todos mis forcejeos fueron inútiles. Me tapó la boca y me llevó corriendo a su caseta.

Estaba todo oscuro y dentro de ese antro asqueroso y temible un olor desagradable permeaba la atmósfera. Me tiró como un paquete dentro de una jaula y la cerró inmediatamente con un candado que pendía de la entrada. El piso de la mazmorra donde me lanzó era de tierra negra, como para un animal.

Comencé a llorar desconsoladamente. El hombre salió dejándome tirada en aquél tenebroso encierro.

Cuando parecía que nada peor podría ocurrirme, un rugido atronador sonó a mis espaldas.

Me pegué a la esquina de la jaula aterrorizada. La oscuridad era total y absoluta.

Escudriñando los ojos, pude percibir una silueta gigantesca aproximarse hacia mí.

Casi podía oler su aliento fétido volando en mi dirección.

Cerré los ojos  sobrecogida de pavor. Una mano peluda me rozó el brazo.

Grité lo más fuerte que pude. La bestia se apartó rápidamente de mí.

Me quedé agachada como un ovillo en la esquina. El animal o lo que fuera me dejó tranquila. Me quedé dormida de puro cansancio y desaliento.

Un olor fuerte, nauseabundo me sacó de mi soñolencia. Un hilillo de luz se filtraba por una esquina de la tienda de campaña. Pude ver en el otro extremo de la caja donde estaba confinada, la silueta de mi acompañante.

Era enorme y gruesa. Estaba con la boca abierta desmenuzando algo que olía a muerte.

De perfil los colmillos  prominentes añadían ferocidad a su  bestial fisonomía. Engullía desaforadamente algo grande y extrañamente familiar.

Horrorizada me di cuenta  de cuál era la comida.

Lloré quietamente mientras  el monstruoso espécimen despetroncaba la cabeza para dar cuenta del  resto del cuerpo.

De la mujer a la que vi matar hacía tan solo unos momentos.

Me mantuve toda la noche en posición fetal aterida de frío y terror, resignada a una muerte segura a manos de aquél sanguinario animal.

Me dolió tener que despertar. Deseé con todas mis fuerzas estar muerta antes que seguir viviendo esa pesadilla irreal. El calor era sofocante y el olor a sangre y crimen rodeaban mi calabozo.

De repente todo se iluminó. Mi carcelero irrumpió en la tienda portando un potente foco, con el cual me deslumbró momentáneamente al lanzarme la luz cegadora en plena cara.

La miseria  y horror que presencié fue más de lo que pude percibir en las tinieblas. Los ojos del maleante  inyectados de sangre me taladraron con su veneno. Desvié la vista  temerosa hacia el fondo de la jaula.

Allí estaba. Pude ver unos ojos rojos dentro de una cara grotesca.  A su lado, la cabeza desfigurada de la mujer, yacía como una pelota macabra despidiendo olores deleznables. Ya casi no quedaba carne del cuerpo, solo huesos esparcidos por doquier cual recordatorio aterrador de la noche anterior.

El hombre amenazó a la bestia con un látigo para que se apartara. Enseñando los colmillos tras emitir un potente rugido, el animal se hizo a un lado de la jaula. Entonces el tipo recogió los huesos y los colocó en un saco. Lo mismo hizo con la cabeza de la infortunada mujer. Tras llenar el fardo con los desperdicios, se los cargó al hombro apagó la lámpara y con cautela se dirigió a la salida. Pude ver su cara en el umbral mirándonos, mientras que poco a poco una sonrisa siniestra distendió sus labios, estallando en una carcajada bestial que me taladraba las sienes.

Al desaparecer éste, la oscuridad poseyó de nuevo mi entorno.

Otra vez yo sola en la jaula con la bestia. De nuevo a contar los minutos hasta mi muerte.

El animal comenzó a rugir. Era un bramido lento, largo, agónico. Me tapé los oídos ante el alboroto. El bruto comenzó a moverse hacia donde yo estaba acurrucada y llorando.

Al sentirlo cerca, ya no tuve fuerzas para más. Me quedé quieta esperando la estocada mortal.

Para mi sorpresa solamente unos pelos rozaron mi mano y depositaron algo en ella. Sentí al  tacto  algo resbaloso, mojado, como un trozo de carne. No podía ver nada, pero sentía la mole aquella muy cerca de mí.

Atónita comprobé que el gigante aquél había guardado un trozo de carne para mí y esperaba que yo lo comiera. Con los ojos muy cerrados empecé a degustar la carne, despacio primero, con avidez después. No me había dado cuenta de cuanta hambre tenía. En poco tiempo me la comí toda, relamiéndome…estaba jugosa, fresca, sangrienta…

Le agradecí su gentileza con unas palmaditas. El bruto emitió otro de sus rugidos. Esta vez me pareció que era de alegría.

Los días se sucedieron uno tras otro, enojosamente. Aprendí a descifrar su rústico lenguaje, comprendiendo cuando estaba enojado, triste, cansado o alegre.

Nuestro captor nos tiraba comida dos veces al día, y el monstruo siempre me dejaba una buena tajada. Dentro de aquella total oscuridad, alguien estaba conmigo a pesar de la miseria y la esclavitud en que vivíamos.

Todas las mañanas el apresador vestido de payaso, a fuerza de latigazos sacaba al animal de la jaula. Una vez me dijo que lo hacía para exponerlo como la anormalidad que era, de acuerdo a él una alimaña inmunda y aborrecible. Me dolieron sus palabras, ya que me daba cuenta que las apariencias engañaban, que la bestia podía ser mejor que cualquier mortal… si alguien se molestara en mirarle  dentro de los ojos.

Y así pasaron diez largos años. Para entonces sabía que el circo formaría parte de mi vida por siempre.

 Enjaulada y adolorida, lo que más me afligió fue a la humillante exhibición a la que fue sometido.

Los carteles lo anunciaban y las multitudes corrían a verlo.

“Criatura única en su especie. Mitad humano, mitad gorila”

Mi hijo…

 

 

 

 

 

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